Almudena Grandes (Madrid, 1960) se dio a conocer en 1989 con Las edades de Lulú, XI Premio La Sonrisa Vertical. Desde entonces el aplauso de los lectores y de la crítica no ha dejado de acompañarla. Es el caso de Antonio Rojas Gómez, escritor y crítico literario, que pone sus ojos en un triángulo amoroso que cuenta la Grandes.
Castillos de cartón, novela, Almudena Grandes
Editor digital Titivillus, 123 páginas
Esta es la historia de un amor entre tres, una mujer y dos hombres, veinteañeros, estudiantes de arte en Madrid, en los años 80 del siglo pasado. Dicho así, pudiera parecer un asunto escabroso, mas no lo es, en absoluto. Es una aventura de profunda humanidad, que pone de manifiesto la interioridad de los personajes, su descubrimiento del sexo y del amor, pero sobre todo el descubrimiento de sí mismos, de sus propias debilidades y grandezas, lo que va a causarles dolor intenso con el que tendrán que vivir para siempre.
De hecho, la historia la narra la protagonista femenina, María José, veinte años después de ocurrida. Y el motivo que la hace recordarla es la muerte de Marcos, uno de sus amantes, que le es comunicada telefónicamente por Jaime, el tercero en cuestión.
De los tres protagonistas que soñaban con ser pintores de éxito, el único que lo consiguió fue Marcos. Y fue quien se mató, por mano propia, en una decisión que los otros dos desconocían y de la que se enteraron por la prensa.
Jaime y María José, que quedan vivos, no hablan sobre la decisión de su íntimo compañero. Casi no hablan, casi no se ven después del suceso. Viven en regiones diferentes, dedicados cada uno a sus asuntos, él dictando clases de dibujo en una universidad; ella, trabajando en una casa dedicada al comercio de obras de arte. “La empresa me había contratado como experta en pintura contemporánea y me pasaba la vida valorando joyas isabelinas, bargueños, bronces franceses del XVIII, y lo que me echaran”. (Pág. 9)
Eso a María José ya no le importaba. Era una manera de vivir relacionada con el arte, que fue su sueño desde pequeña, y del que despertó cuando se dio cuenta de que nunca llegaría a ser pintora. Porque para serlo no basta con tener habilidad, se precisa talento. Y a través del relato queda expresada con claridad la distancia que existe entre la habilidad y el talento.
De hecho, el más hábil de los tres, si de dibujar se trata, es Jaime. Cuando se conocen, en la universidad, los deslumbra con su facilidad para reproducir desde una madona de Rafael hasta una bailarina de Degas. En un par de minutos. Sin embargo, nunca fue capaz de crear una obra propia; nada más que de reproducir lo que otros crearon.
De igual modo, el transcurso de la novela plantea la diferencia entre el sexo y el amor. Es verdad que los tres se aman, sienten amor recíproco. Y también es verdad que disfrutan del sexo en plenitud. Pero terminan por comprender que el amor sexual no es el resultado de sumar sensaciones a los sentimientos. Que la exclusividad parece ser un requisito que al final se hace valer en el corazón y en la mente de los amantes. Y que tres, en definitiva, no es un número par.
Sin embargo, la vida pone a prueba a esos tres jóvenes. Los balancea entre el placer y la angustia, entre la búsqueda del éxito y de la realización personal, que no son una y la misma cosa.
Todo esto no está dicho en las páginas de Castillos de cartón, no está dicho con las palabras que yo empleo para contarlo. La autora lo sugiere y es tarea del lector descubrirlo. Lo que no resulta difícil, porque la arquitectura de la novela es perfecta; el relato nos lleva de la mano por los distintos episodios, y es una alegría recorrerlos; están narrados con delicadeza, en una prosa diáfana que transforma la lectura en una fiesta para el espíritu. El siguiente párrafo lo demuestra. María José se dispone a viajar al entierro de Marcos:
“Estuve mucho tiempo sentada ante la mesa de la cocina, resistiendo la lentitud agónica de unos minutos que se negaban a respetar la suma de sus propios segundos. Me hubiera gustado estar allí desde el principio, verle a solas, cumplir con los macabros rituales de la muerte de un ser amado, pero había pasado demasiado tiempo, yo no sabía nada de él, no sabía en qué clase de hombre se había convertido, qué cosas le habían ocurrido, con quién había vivido. Sólo sabía por qué se había matado. Para mí, siempre sería tan hermoso como un arcángel desarmado, sin alas y sin espada. A ese Marcos lloraba mi memoria, y lo lloraba sin pausa, sin consuelo”. (Pág. 88)
Almudena Grandes es una de las más grandes entre los novelistas que hoy escriben en lengua española. Y esta novela es una creación perfecta, que lo demuestra.
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