La escritora y educadora Josefina Muñoz revisita la tesis de Tomás Moulian y nos revela sorpresas y vigencias… a pesar de los años.
Releyendo el libro de Tomás Moulian, Anatomía de un mito (1997), mantiene una vigencia y una capacidad asombrosa de ponernos, 23 años después, frente a un escenario en el que aún vemos pasar “en vivo” su descripción de la sociedad y el decurso de sus actores después del 90. Recomiendo su lectura, porque da luces certeras sobre una realidad que se gestó rápidamente después de dictadura y que recién en 2011 comenzó a producir protestas masivas que daban cuenta del descontento profundo, hoy extendido y compartido por sectores muy amplios de la sociedad.
Uno de los más importantes resultados de ese descontento se refleja en el amplio APRUEBO a una Constitución que termine con la del 80, elaborada en dictadura y aprobada en una votación que no contaba con registros electorales y en el contexto de una sociedad sin libertades mínimas y severas restricciones de todo tipo.
En el libro citado están recogidas gran parte de las razones que nos llevan a responder, al menos en parte, la ya antigua pregunta de Vargas Llosa, aplicada a nuestra realidad: ¿Cuándo y por qué se jodió Chile? Allí está, y muy visible, la implacabilidad de un modelo que fagocitó a una parte importante del conglomerado más claramente político: militantes, senadores, diputados, gremios. Y también un gran nosotros: trabajadores, profesionales, estudiantes, creadores de todos los ámbitos, dueñas de casa, desempleados, jubilados…, obnubilados, silenciados, temerosos, despreocupados, alejados del ser y de lo colectivo y entregados sin muchos cuestionamientos al tener y al individualismo, el paraguas dorado del nuevo modelo económico.
Moulian fue visionario en aspectos que hasta hoy se nos escapan o no queremos o no logramos ver por múltiples razones, aún por desentrañar. Las citas destacadas corresponden a mi lectura e interpretaciones personales, pero en su lectura descubrirán sus propias y necesarias interpretaciones.
El título de la primera parte ya nos pone en un espacio fundamental de ubicación: “Páramo del ciudadano, paraíso del consumidor”. Es lo que hemos visto a raudales (disfrutado también, seguramente) en malls que se han multiplicado hasta el infinito. Como en el cuento chino, en el que un pobre súbdito se alimentaba del olor de la comida del emperador, acá las tarjetas tienen el mismo efecto, independiente de las capacidades de cupo que nos asignen. Algunos deben contentarse con un simulacro de “comida”, mientras otros no conocen los límites.
Más adelante, leemos: “El consenso es la etapa superior del olvido. ¿Qué se conmemora con sus constantes celebraciones? Nada menos que la presunta desaparición de las divergencias respecto de los fines. O sea, la confusión de los idiomas, el olvido del lenguaje propio, la adopción del léxico ajeno, la renuncia al discurso con que la oposición había hablado: el lenguaje de la profundización de la democracia y del rechazo del neoliberalismo. (…) Consenso en la enunciación de la supuesta, de la imaginaria armonía. Los desacuerdos respecto a las características del desarrollo socioeconómico impuesto por la dictadura militar aparecen desvaneciéndose, desde el momento mismo que la banda presidencial pasó de las manos de Pinochet a las de Aylwin. Es la enunciación de que el problema del capitalismo pinochetista era Pinochet en el gobierno. (…) El consenso es un acto fundador del Chile Actual” (p. 37).
“Forma parte de la fabricación de un montaje, el del milagro de Chile. Ese milagro consiste en la demostración de que se podía pasar de la desconfianza y de la odiosidad del periodo de la lucha, al acuerdo perfecto de la transición. (…) Entonces, el consenso consiste en la homogeneización. La política ya no existe más como lucha de alternativas, como historicidad, existe solo como historia de las pequeñas variaciones, ajustes, cambios en aspectos que no comprometen la dinámica global. (…) El consenso se convirtió en una conminación al silencio”. (p. 38-39).
¡Qué lúcida descripción! Y así, ese consenso se mantuvo porque quienes no formábamos parte de él, tampoco éramos parte de ningún espacio público en el que pudiéramos evidenciarlo. Sin duda, el lenguaje tiene la capacidad de contarnos y hacernos ver una realidad distinta, conveniente al modelo, y que los medios escritos y audiovisuales pregonan sin cesar para que la cara oculta quede para siempre así.
Una batalla fundamental es impedir que siga reinando ese largo silencio sobre temas sociales que afectan a la mayoría que no pertenece al 10% que concentra la riqueza y el poder. El lenguaje también nos permite denunciar y poner en tela de juicio esas palabras e imágenes que, repetidas durante media hora por la TV, buscan tergiversar y ocultar la realidad. Por eso es tan importante contar con un espacio como el de www.diariohojaenblanco que permite no solo informarnos, sino enriquecerlo con nuestras palabras y miradas, y de esa manera pensar y repensar en la urgencia de alcanzar una sociedad más igualitaria, donde todos quepan y, ojalá, llegar un día a esa utopía en que cada ser humano reciba no solo según su trabajo, sino de acuerdo a sus necesidades.
Los cambios son siempre posibles, aunque no sean inmediatos, pero hay que pelear por ellos. Las AFP parecían inexpugnables y solo luego de una larga lucha que parecía imposible, empiezan a aparecer públicamente sus graves efectos sobre los depósitos de los trabajadores y las pésimas jubilaciones. Se cuestionan como nefastos los retiros del 10%, pero las cifras muestran recuperación de los fondos. Y no se ha cuestionado con la misma fuerza el recurso de los trabajadores al subsidio de cesantía, también parte de sus propios fondos, pero que acá favorece, cómo no, a las empresas. Si bien es cierto que muchas han tenido problemas, muchas han mantenido sus niveles de ganancia y no han vacilado en obligar a sus empleados a acudir al subsidio de cesantía, manteniendo “generosamente” los contratos de sus empleados, pero librándose de pagar los sueldos gracias a una legislación que las favorece ampliamente.
Y en este marco de extrema desigualdad, no hay un espacio público, ni partidos políticos, ni quienes nos representan en el Congreso, ni autoridades religiosas, que denuncien una realidad que abarca a esa mitad de trabajadores que reciben y “viven” con $300.000 o menos, sin mencionar a los jubilados que, habiendo trabajado muchos años, reciben una cantidad menor a la cifra anterior.
Participar en la elaboración de una nueva Constitución es importante, porque la que tenemos es la que permitió que se cimentaran como “naturales” las gigantescas desigualdades que experimentamos en todos aquellos aspectos que se relacionan con derechos: salud, trabajo, educación, vivienda, seguridad social. La Constitución del 80 avaló que todos ellos son servicios por los que debemos pagar y, ergo, mientras más se pague por ellos, mejor será el servicio.
Denunciar ese mito del que habla Moulian y que nos han hecho creer inamovible, es una tarea fundamental en que las palabras y las acciones son las herramientas de lucha. Una sociedad en que cualquier disenso significa atentar contra el sagrado consenso es una sociedad intolerante a las diferencias, una sociedad gobernada por ese 10% que tiene el poder no solo sobre la vida cotidiana del país en que vivimos, sino también y, especialmente, el control sobre los poderes del Estado y sobre la calidad de nuestras propias vidas.
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