La imagen es de Alejandro “Mono” González y es el retrato de los rostros de la pandemia, que subió a las Redes Sociales.

El microcuento tiene una gracia aunque esta no sea graciosa. El lector queda siempre sorprendido. Su reacción cierra el ciclo entre el escritor -en este caso, Diego Muñoz- y el lector. Principalmente en estos días donde la pandemia no da tregua.

Una gripe maligna me fue contagiada por arte del azar. Me tuvo al tres y al cuarto, tan mal que creí morir. Es más, creo haber fallecido. Desperté tras varios días de permanencia en el insondable reino de los fenecidos, sin el menor asomo de recuerdo de esa estancia. De modo que, presuntamente convertido en zombi, me he levantado al amanecer. Salí a caminar al patio, corté una bella flor, la soplé con mi hálito y al instante languideció: quedó seca, lacia y muerta. Salí a la calle, un perro furibundo corrió hacia mí rugiendo como lobo. Cuando estuvo cerca, soplé en su dirección y cayó presa de horrendos estertores que duraron unos escasos segundos. Comprendí mi enorme poder y caminé con rumbo a mi oficina. Mi jefe estaría ansioso por reprenderme tras mi larga desaparición.
 
Gripe maligna 2
En el camino a la oficina intentó asaltarme una dupla de asesinos dispuestos a todo y armados hasta los dientes. La decisión de matar brillaba en sus ojos de escualo, pequeños y temibles, y el brillo de las hojas de acero que esgrimían como argumento. Puse cara de terror, pedí excusas y lancé un estornudo letal; la propagación fue instantánea, igual que el efecto: las rodillas de los malhechores se doblaron, incapaces de sostener sus cuerpos. Abandoné el sitio con prisa, anhelaba llegar a la oficina lo más pronto posible.
Tal como esperaba, mi jefe -terrible ogro calvo, obeso y de gruesos mostachos- me esperaba junto al reloj control, listo para incinerarme laboralmente. Lo miré en silencio; eso lo enloqueció. Se puso verde, rojo, morado y estalló en improperios de grueso calibre. Algo más indigno para él que para mí. Su actitud me liberó de la pesada carga de la culpa. Solté un moderado tosido que dio con él por tierra, sin preámbulos. “accidente cerebro vascular” consignaron en el certificado de defunción. No alcanzó a despedirme. Interinamente me nombraron en su reemplazo.