Por Armin Quilaqueo Vergara

Constitución. Fuente: radiousach.cl
Los desafíos que plantea el cambio constitucional son enormes. Armin Quilaqueo reflexiona sobre este proceso en marcha desde la perspectiva de las esperanzas, los aciertos, las metas a cumplir y, especialmente, la necesidad de enfrentar las viejas prácticas políticas que también serán parte de su devenir.
Si vemos el vaso medio lleno, debemos admitir que la “hoja en blanco” fue un acierto del cuestionado acuerdo que institucionalizó el proceso constituyente, lo que debería contribuir a descomprimir la discusión al interior de la Convención Constitucional al no tener como camisa de fuerza, por lo menos en los hechos, a la actual Carta Fundamental. Aunque debo reconocer, en este punto, que el peso de la tradición y el temor a lo nuevo o desconocido es un factor cuya incidencia es difícil de pronosticar.

Tres cosas sí sabemos con cierta certeza, en primer lugar, hay cuatro factores que ponen límite al poder constituyente de los y las convencionales, estos son: el carácter de república del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas y, por último, los tratados internacionales ratificados por Chile que se encuentren vigentes, en estas cuatro materias no hay posibilidad de modificaciones, el análisis sobre sus alcances y consecuencias son motivo para otra reflexión. Un segundo aspecto, que se impone como regla, es el quórum de 2/3 que se requiere para aprobar las disposiciones constitucionales que se propondrán para la nueva Carta Fundamental. Por último, un tercer elemento a considerar es el reglamento que, al no estar redactado previamente, como ha ocurrido en otros procesos constituyentes, genera cierta inquietud porque en él se fijará la forma de organización y deliberación que adoptará, internamente, el órgano constituyente. En relación a esto último, el peligro está en que se repitan las malas prácticas de la clase política tradicional y a la que nos tienen acostumbrados, es decir, el uso y abuso de la representación de la voluntad soberana. Sería una muy mala señal la consagración de un modelo que asume, como dogma de fe, que la representación es absoluta y sin límites, en este caso de los y las constituyentes, arrogándose un mandato tan amplio y absoluto que termine por ahogar y, finalmente, reemplazar la voluntad colectiva de sus representados.

En ese sentido, el reglamento de la Convención Constitucional, debe ser la primera señal concreta de que hay una voluntad genuina para superar prácticas políticas y de representación que ya no son tolerables en una sociedad transparente, una verdadera ‘casa de vidrio’ como sostienen algunos. Hoy, resulta más difícil ocultar negociaciones, transacciones y acuerdos de pasillo o la famosa ‘cocina’, la transparencia en este caso será, de algún modo, inevitable. Sin perjuicio de lo anterior, es evidente que deberíamos aspirar a un reglamento que responda a estándares mínimos de transparencia y probidad en el ejercicio del cargo de quienes asumen la calidad de constituyentes y, por otra parte, debería establecer canales de participación directa de los y las ciudadanas, no para escuchar y considerar, sino más bien, con reales posibilidades de incidir en la toma de decisiones.

Por otra parte, no debemos caer ingenuamente en esa idea romántica que nos proyecta a un ciudadano libre, independiente, preocupado por la “res publica”, imbuido del bien común; sin embargo, ello no pasa de ser un ideal, porque la verdad es que todos, de un modo u otro, representamos y defendemos ideas e intereses que por lo general tienen su contraparte en otros grupos o sectores sociales. De allí que, las propuestas, el debate y la deliberación en cada caso responderán, al final de cuentas, a la correlación de fuerzas que se logre articular en uno u otro sentido.

Qué duda cabe, fijar las reglas del juego resulta relevante para una instancia donde se tomarán decisiones políticas e institucionales trascendentales; sin embargo, creo que no es suficiente para desterrar viejas prácticas como el clientelismo, la desinformación, la manipulación, el temor reverencial, el centralismo, las presiones corporativas y gremiales y, por qué no decirlo, esa pesada carga autoritaria que arrastramos como tradición histórica. Estos vicios y fantasmas solo pueden ser contrarrestados, en alguna medida, si asumimos la participación “como un elemento configurador –en un sentido estructural y axiológico– de la vida democrática de un pueblo (…) y, por ende, una exigencia de comportamiento para los individuos y grupos, unos respecto de otros, y también una exigencia para los actores políticos dentro del Estado, en tanto organización que estructura políticamente el conjunto de la convivencia social.” (F. Viveros – 2011)