Lobos y ovejas. Fábula de Jean de La Fontaine ilustrada por Gustave Doré
Una anécdota juvenil del actual premio nacional de Literatura Manuel Silva Acevedo retrata una época escolar en que los profesores tenían prestigio y autoridad ante sus estudiantes, aun cuando sus asignaturas no fueran “esenciales”. Los jóvenes no solían ir “en contra” aunque algunos muy creativos, por cierto, lo han hecho siempre. Los institutanos disfrutarán este artículo escrito en los 80, y que nos retrotrae a fines de los 50, en la cuidada prosa del periodista y escritor Antonio Rojas Gómez
Teníamos un profesor de francés, de apellido Arenas, por mal nombre El Chancho Arenas. Aprendí una barbaridad con él en el viejo Instituto Nacional; le debo mucho.
Arenas, El Chancho, era un enamorado de su trabajo, un maestro exigente y severo, empeñado en abrir los oídos y el entendimiento juveniles a los acentos de la lengua gala como si hubiera sido aquella la misión más importante que pudiera abordarse en el mundo.
Aunque cursábamos sexto de humanidades, nos obligaba a llevar un cuaderno, limpio, subrayado, lleno de dibujos y en distintos colores de tinta, como suelen hacerse con los niños en las primeras preparatorias, para crearles hábitos de orden.
Hábitos de los que, definitivamente, mi compañero Manuel Silva Acevedo carecía.
Una tarde, Arenas lo llamó a interrogación. En esos casos, revisaba el cuaderno personal. Empezó a hojear el de Silva y a palidecer. La barbilla le temblaba. “¡Esto, mijo!”, decía. Silva lo contemplaba, inmutable. El curso mantenía un silencio expectante, sofocadas risas nerviosas temblaban al fondo de la sala.” ¡Por la pucha, mijo…!¡Esto es una basura!”, estalló finalmente El Chancho. “¿Cómo va a aprender con un cuaderno así? A ver, usted, tráigame su cuaderno”. Y el muchacho indicado llevó el suyo, perfecto, impecable. El profesor lo hojeaba ante los ojos de Silva y le decía: “Este es un cuaderno, ¿ve? ¡Diez mil veces mejor que el suyo! ¿Es o no es diez mil veces mejor?
No señor – respondió Silva, muy serio.
¡Cómo! ¿Me va a decir que no es mejor el cuaderno de su compañero?
Sí, señor, pero no diez mil veces.
El curso estalló en risas pero ni Arenas ni Silva rieron. La situación se resolvió en un diálogo entre ambos a través del cual, difícilmente, buscaron entenderse.
Manuel Silva es poeta. Un poeta notable antologado en todo el mundo e ignorado en Chile, salvo por un pequeño círculo de iniciados entre quienes circulas sus libros, algunos de los cuales tenía el privilegio de conocer. Sin embargo, no había conseguido leer el más aplaudido, el mejor comentado: “Lobos y ovejas”. Y hace unas noches, por azar, lo encontré en casa de mi amiga Teresa Calderón, también poeta. Debo confesar un pecado gravísimo en un escritor: lo fotocopié. Porque ese pequeño libro artesanal, del que circularon breves cientos de ejemplares, es imposible de conseguir de otro modo.
El libro es el canto de una oveja que quiere ser lobo: “Por qué si soy oveja/ deploro mi ovina mansedumbre/ Por qué maldigo mi pacífica cabeza/vuelta hacia el sol/ Por qué deseo ahogarme/ en la sangre de mis brutas hermanas/ apacentadas”.
Yo no quiero hacer la exégesis de estos versos. Sólo quiero enseñar una pequeña muestra de ellos para que sean meditados: “Yo, la tonta oveja,/ nadie más ignorante que yo/ me pregunto/ quién tendrá piedad del lobo/ y más todavía/ quien dará sepultura al lobo/ cuando muera de viejo/ miope y lleno de piojos”.
Soy deudor del viejo profesor Arenas, ya fallecido; y deudor también de mi anárquico compañero Manuel Silva Acevedo. Pero con él están igualmente en deuda quienes han tenido acceso a su poesía. Y los editores, que tienen el deber de divulgarlo.
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