Fuente: uchile.cl
“Y supongo que sigo sano. Mi cáncer ya es lo de menos y siempre hay un después. De las señoras tejedoras no tengo ni siquiera una bufandita. Un tejido cualquiera. Unos calcetines de lana, un cariño al paciente porque así se mejora uno. Volveré. Seré nuevamente el siguiente. Aprendí que hay que insistir en el tejido laborioso de la salud pública cuando se trata de tejer cicatrices a la medida”
Los dientes de mi peineta topaban cada mañana con una costra arribita del cuello, entre los pelos de mi cabeza, al lado izquierdo. Lo dejé pasar tranquilamente, igual como le hago el quite a las cosas que no me agradan: pagar la cuenta de la luz o ir a comprar el pan una mañana fría de lluvia. Fue tanto lo que la peineta cada mañana me recordó la costra, que un día sentí que en cualquier momento me iba a morir de cáncer. O, por lo menos, de irresponsabilidad pues, si tenía una costra rebelde en la cabeza, eso siempre es cáncer.
Empecé a cotizar precios de atención médica, como cuando era niño y mi mamá cotizaba pantalones cortos de gabardina grises para mi uniforme de colegio o mi papá averiguaba precios para cambiar su viejo Ford. El verbo Cotizar me trae recuerdos terribles de alegatos entre las necesidades de mamá y la billetera de papá.
Como era muy caro extraer la costra privadamente, pensé que ser chileno común y corriente, de hospital público y haciendo fila a las seis de la mañana, podría ser incómodo, pero se puede. Recurrí entonces a la primera etapa del periplo infinito: el desprestigiado policlínico de mi barrio. Luego de hacer la primera fila, conseguí una fecha para que me diagnosticaran gratuitamente el respetable nombre de la costra infame.
Cuando unas semanas después obtuve la primera respuesta al trámite, inicié el camino hacia un profundo aprendizaje de conceptos tanto científicos como administrativos: “carcinoma”, “basocelular”, “interconsulta”. Sobre todo, la palabra interconsulta, que sonó interminable. Siempre he huido de todo lo que huela a trámite infinito. Equivalen a falta de libertad. Nunca me gustaron los trámites y menos si son para sobrevivir. Sin embargo, me rendí. Aprendí a inscribirme en el Sistema y mi estado de salud empezó a circular por los laberintos del consultorio que me corresponde hasta sentirme zambullido en algo así como el Pabellón de Cancerosos chileno. A las tres de la tarde de un día miércoles de invierno me aprisionó la sensación absoluta de que Sohlyenitzn pasó por ahí a las mismas horas cuando se le ocurrió escribir su novela. Sin embargo, como todo en la vida tiene dos caras y a veces uno se acuerda de ello, se me abrieron los ojos ante la nueva realidad. Pensé: Es mi país, ahora es cuando puedo conocer este gran tejido de burocracia para que, a propósito, no se me cierren los ojos para siempre.
NO ELEGI, ME ASIGNARON
Uno no se llama con su nombre, mientras hace fila de espera. Lo único que allí se pregunta es el número del RUT. Uno no es enfermo, es solamente una ficha inscrita en papeles que diversas funcionarias vestidas con delantales azul pálido llenan y se traspasan, a medida que atienden. No escuchan, solamente tratan de mejorar al siguiente. Todos los pacientes se llaman “siguiente” y hay algo hermoso ahí: esas funcionarias (son todas mujeres, excepto un hombre que me sacó sangre con una aguja grande) trabajan con ganas de trabajar, son seres humanos que hacen el bien por los demás y está bien que de vez en cuando se vayan a la huelga, por el motivo que sea. Están por el bien de la Salud gratuita, pero sin las buenas y amables maneras a las que están obligadas por contrato las buenasmozas enfermeras de las clínicas privadas, que saludan con sus frescas sonrisas falsas.
Cuando llegó mi turno de enfrentar a la doctora a la que fui asignado (porque ahí no se elige, a uno lo asignan), me encontré con una jovencísima doctora, que bien podría ser mi nieta. Su voz juvenil comenzó a interrogarme con un profesionalismo impresionante. Me entusiasmó tanto con el trato otorgado que me atreví a preguntarle si, como suele ocurrir, se desempeñaba también en algún establecimiento privado:
“No, estoy comprometida con la salud pública. Mi turno es desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, toda la semana”.
Apostolado, lo llamaban antes. Chile desconocido, se puede llamar ahora. Y me dio el pase para la interconsulta al Hospital del Salvador. Agregó que me llamarían “dentro de un tiempo” para darme la fecha de presentación. Hasta aquí llegamos, supuse. Pasarán meses y años, como siempre se comenta. Y me despedí con un beso, me encanta besar a las funcionarias de todas las oficinas, sobre todo cuando me va bien. Yo trato de que siempre me vaya bien. Y, sorprendentemente, me fue bien pues un par de meses después me llamaron para avisarme que tenía hora la semana siguiente. El corazón se me empezó a llenar con el entusiasmo de seguir siendo el siguiente.
El día de la cita en Dermatología en el Hospital del Salvador llegué a la hora exacta de citación, nueve de la mañana y así aprendí que, aunque te citen a las nueve hay que llegar a las siete, porque a todo el mundo lo citan a las nueve. Yo, pánfilo, quedé para el final. Y me puse a mirar. Había hombres con rostros de esperanza, señoras tejiendo y otras compitiendo con la gravedad de sus respectivos males. Cada cual peor, como si en ello gozaran de un triunfo. Aproximadamente a las diez de la mañana me atendió una doctora joven de apellido alemán y amabilidad, obvio, germana. Vio lo que tengo en el cuero cabelludo, dijo algo en idioma técnico y me citó para dos semanas después, a las nueve. Obvio. Llegué a las nueve y quedé nuevamente para el final. Estaban los mismos personajes de la vez anterior. Profesionales de la paciencia.
Aprendí que la técnica es llegar callado, sentarse con un dejo de timidez, ojos bien abiertos. Y responder al saludo de alguna señora que necesite saludar. Parece ser la misma siempre pues ya la vi en el grupo de la consulta anterior.
Ella tejía.
Me senté con actitud de gran logro, demostrando que soy uno más sencillamente. Todos sentados en largas bancas al fondo del pasillo. Ingresó la joven doctora seguida de un médico aún más joven y una auxiliar vestida de azul, pequeña de estatura pero de cuerpo robusto. Es la que sabe del trámite, es la que organiza, es a la que todos siempre miran esperanzados y yo también. Es la que hay que conquistar.
La mujer que tejía detuvo sus manos laboriosas y miró alrededor. Un tejido infinito (el mismo siempre) nace como cáncer de lana de las manos de esta mujer ajena a la enfermedad de los demás y que domina el pasillo de espera en Dermatología. Ella sabe, es la única que comprende que con los ojos cansados de tedio los pacientes fingimos ponernos de pie con apuro. O, por lo menos, con esperanza de que pronto nos considerará, cuando va y viene, la auxiliar robusta.
La funcionaria de azul siempre ordena que volvamos a sentarnos y todo sigue igual, ya acostumbrándonos a guardar unidos las esperanzas. Allí todos sufrimos cáncer a la piel. Y, sin ponernos de acuerdo hombres y mujeres competimos en quién está peor. Somos cómplices, nos une el compañerismo del carcinoma. La mujer que siempre teje disimula para escuchar, pero está lista para abalanzarse con la respuesta si alguien pregunta algo.
Desde muy temprano teje atenta al silencio, a las toses y a los movimientos que provoca el aburrimiento en el pasillo de espera. Cuando llaman a alguien a atenderse, esa persona avanza obediente y con orgullo de estar enferma. De repente toca el turno de la tejedora. En esos momentos en que la mujer se transforma en el personaje del instante, los demás la miran atentamente. Con aire triunfante rellena sus bolsas con el tejido acumulado y se levanta. Parece sana y cumplió con matar sus horas, el problema de su piel es secundario.
Su tejido avanza más rápido que el cáncer.
Yo sigo callado, mi timidez se va desenhebrando, aprendo que las horas de los hospitales son distintas al paso habitual del tiempo. Pesan más. Dominan como fantasmas. Adormecen. Las silenciosas tardes de hospital son precedidas por ruidosas mañanas de hospital a la que anteceden solitarias noches de hospital. Curiosos espacios de tiempo en que la muerte es tan trivial como la vida. Ambas acontecen sigilosas y discretas, para no espantar a los que habitan ahí. En los hospitales los días no tienen 24 horas, el tiempo es infinito. O termina de improviso. Además, uno permanece en el corredor ancho de la sala de espera para hacer lo que te manden, no para pasar el tiempo libremente. La verdad, uno nunca sabe nada allí. Sabe de uno mismo, nada más. Y el tiempo pasa, aunque parece detenido.
Dos horas después me hicieron pasar a una salita con una camilla alta y desvencijada. La doctora alemana me ordenó sacarme la camisa y tenderme en la camilla.
“De guata, como si estuviera en la playa”, dijo.
Hace más de veinte años que no me tiendo de vacaciones en la arena de ninguna playa y supuse que no tendría práctica para hacerlo de repente y tan lejos del mar. Con esa gracia habitual de habitué del dolor, la doctora me avisó:
“Esto lo va a sentir”.
Y me lanzó el aguijonazo que primero me dolió pero después, como me dijeron que estaba en la playa, sentí las manos de la doctora acariciándome el cuello con una cremita y me dieron ganas de dormir. Al sol. Me imaginé esas cortas siestas maravillosas en las playas de las que únicamente se despierta cuando pasa gritando el vendedor de pan de huevo o llega a la cara y con arena la pelota de los niños del grupo familiar vecino. Y desperté de mi sueño obligado cuando la doctora, junto con mostrarme un frasquito con lo extraído de mi cuello y entregarme una receta para retirar una crema especial en la farmacia gratuita del hospital, agregó:
“Listo, ahora este trocito de tejido se va a la biopsia. En unos diez días más, curación. Pase por el SOME y que le den fecha”.
¿Y qué es el SOME?, le pregunté.
“Es el Sistema de Orientación Médica Estadística. Usted ya está inscrito”.
Me sonó conocido. Entramos en confianza, pensé. Ya estoy entendiendo frases técnicas, soy parte de un tejido. Soy más que un RUT. Empiezo a tener historia, ya tengo cosas que contar y si alguien aún más despistado que yo me preguntara, hasta podría encaminarlo por los intrincados vericuetos del hospital. Es que para uno que ya es alguien aquí, funciona ese no sé qué de pertenencia que todos llevamos dentro.
En el sector de la farmacia permanecen habitualmente unas cien personas, cada una con su receta, el número de atención en las manos y la esperanza en el rostro. Hay tres ventanillas de atención. Hay también un letrero determinante:
“No golpear las ventanillas. Esperar a que le atiendan”.
En ese escenario, que no es sino un larguísimo pasillo central que comunica con todas las dependencias, ocurren pequeñas incorrecciones carentes de toda ética. Y que, si no se permitieran, el sistema no podría funcionar: una mujer de mediana edad (y que llegó antes del amanecer) ofrece números de atención para adelantar en la fila, a cambio de una propina. Un joven treintañero vocea los periódicos que se distribuyen gratuitamente en las mañanas a la entrada del establecimiento y “agradece la colaboración voluntaria”. Las toses que inundan el ambiente constituyen el fondo ideal para el vendedor de “gomitas” de eucaliptus que alivian la garganta. Un hombre viejo ofrece partidores de pastillas y cucharitas de té a ocho por mil pesos. Todo, en relación con los enfermos internados. Una anciana se ufana ante su interlocutora: “Mi cáncer a la piel es más invasivo que el suyo”. La otra señora responde que en Cardiología le dijeron que su corazón no funciona porque tiene el intestino grueso más grande que el delgado. ¿Será normal eso?, pregunta con aire de triunfo.
Ya comprendo a las señoras que llegan como auténticas dueñas de casa a las salas de espera de los hospitales y consultorios a las siete de la mañana, con un tejido en las manos. Y que, sin tener nada que ver con nadie, saben perfectamente todo lo que sucede mientras producen bufandas, chalecos de guagua, calcetincitos. Palillos, un saquito con lanas de diversos colores y dedos saltarines son sus eficaces herramientas para el pasar del tiempo. Son orientadoras profesionales que nadie ha contratado y para entretenerse, junto con producir el tejido infinito, dirigen el tránsito de los que, como yo, empezamos poco a poco a ser parte de la gran familia de pacientes eternos. Nomás poner cara de pregunta y alguna de estas señoras contesta, aunque uno no haya abierto la boca. Y no dejan de tejer, incluso enhebrando los diálogos de los demás. En todas las secciones hay señoras que tejen. No sé cómo se organiza todo sin que aparentemente nadie administre, pero en general los grupos enteros de pacientes de las diferentes especialidades son atendidos antes de las dos de la tarde y, como yo siempre he quedado para el final, soy testigo fiel de que las dependencias quedan abandonadas a esa hora, pero han cumplido bien, a pesar de todo.
A la segunda cita también llegué a las nueve. Aunque me levante a las seis de la mañana, siempre llego a las nueve a todas partes. A las diez y media me llamaron para la curación. Una enfermera también de azul pálido (tendrá algún motivo lo pálido, es color definitivo) demoró quince segundos en sacarme el parche “curita”, ponerme otro y despacharme.
¿Y ahora voy al SOME, verdad?, pregunté con certeza.
Con el silencio de su cara de cómplice ella debió pensar algo así como “este sabe, es uno de los nuestros”. Es que ya pertenezco, soy miembro activo de la secta que merodea en los hospitales públicos y siempre estaré enfermo de algo, porque me agarró la máquina de tejer trámites médicos eternos. Por un instante me dio susto imaginarme estar sano, pero afortunadamente me citaron para la consulta siguiente.
Y en esa consulta la doctora alemana de las manos suaves y las caricias en la playa me examinó el cuello nuevamente, me mostró el resultado de la biopsia y me derivó al pabellón grande, lo que me asustó bastante. Dijo que el resto de la extirpación era algo más serio y para que no me quedara un hoyito en el tejido cabelludo…
“Un par de meses, hay que esperar”, agregó con una suerte de indiferencia que me dejó pensando a largo plazo.
UN MITO NEFASTO
Siete semanas después. “Siga la línea roja” me dijo un guardia de azul (no azul pálido, era un color aún más asustadizo) en la histórica puerta central. Siguiendo la línea roja que tiende a desaparecer desgastada entre las baldosas cuadriculadas y centenarias, llegué al fondo de la arteria principal del Hospital del Salvador. Pasé frente a la capilla y aproveché de persignarme, por si acaso. Para entretenerme pensé que de dónde vendrá el verbo “persignarse”. Signar es firmar, “per” suena como personal, por lo tanto se tratará de algo así como autoayuda para ser valiente en el mundo de los enfermos. Es que esos largos pasillos repletos de mala salud asustan (todos los hospitales del mundo cumplen su principal objetivo: dar susto).
Al final de la línea roja me sumé a muchas personas con rostros derrotados, exacto síntoma de haber llegado antes de las nueve de la mañana y rostros impregnados de esperas eternas. La eternidad agota. Ahí en el pabellón grande de inmediato me quedó claro que las cosas se me iban a complicar, muy de acuerdo con el nefasto mito de que la salud pública en Chile no funciona y que todo queda para varios años más. Un tejido burocrático. De hecho, había dos tejedoras, cada una con su bufandita avanzada a medias. Como también tuve que inscribirme para poder comenzar la espera, pasé mi RUT, alguien anotó algo en alguna parte y dijo:
“Espere”.
Me hizo falta mi tejido propio. Obvio
“Cirugía”.
Es un letrero en fondo blanco con letras que creo verdes, el daltonismo me hace ver los colores con mucha inseguridad. Soy daltónico casi para todo. Incluso para sentir, me confundo entre penas y alegrías. Miré alrededor y decidí que unas tres horas de espera era atendible. Encontré una silla vacía. Me imaginé en la sala de espera de un aeropuerto, a punto de tomar un avión para cruzar el mundo. Soñé que eran los mismos asientos reclinables que comienzan a cambiar de continente a los viajeros. Había una señora tejiendo, a mi lado. Uno siempre puede mandarse a volar y entre esa gente esperanzada, lo hice. Cerré los ojos y me entregué a una siesta.
Desperté súbitamente tras un sutil codazo de la tejedora de al lado y cuando mi nombre rebotaba en las paredes blancas, tan gruesas que el nombre propio haciendo eco desde los altoparlantes da vergüenza ante la posibilidad de estar sano entre tantos enfermos. ¡La tejedora sabía mi nombre!
Me pasaron por un pasillo en medio de varias sillas de ruedas con sus pasajeros paralizados. Un taco de autopista asistencial de urgencia. Entré a una salita y ahí, recién con todo lo que pasó ahí, supe que la historia a medio tejer seguía tejiéndose, imperturbablemente.
Alguien me saludó con mi nuevo nombre (¿“usted es el siguiente”?). Ya acostumbrado a que nadie lo hiciera nunca en esos lares porque generalmente no se saluda a un RUT, me costó responder. Hasta asiento me ofrecieron. A una funcionaria de azul pálido y que me recordó a Maradona no sólo por su físico regordete sino que como reina de su pequeño mundo, escritorio lleno de papeles, le caí bien. Mientras pasaban las sillas de ruedas con otros pacientes, me aclaró que los inválidos tienen preferencia y que yo era el primero de la lista de los normales. Que fantástico ser enfermo normal, pensé.
Bajando con respeto la voz y en actitud de repentina complicidad me dijo, textualmente:
“Pero no se preocupe, cuando llegue la fecha hable conmigo, yo entiendo de esas cosas, llevo veinte años acá, esa operación se la saco pronto”.
Seguí esperando, sin ganas de dormirme nuevamente. Ilusionado por el apoyo recibido. Cuando llegó mi turno entré al despacho del doctor (nunca supe su nombre), le entregué mis papeles que leyó en silencio y, después de anotar con un lápiz de mina lo que parecían las obras completas de mi estado de salud, escuetamente sentenció:
“Tiene que tomarse los exámenes que le faltan. Capacidad de Cicatrización y Cardiología, eso falta”.
Puchas, pensé, obvio que todo de nuevo. Y se me cayó el alma del cuerpo. La desilusión suena quebradiza cuando choca en el piso de baldosas. Obvio que en alguna parte se me iba a acabar la buena racha. Me imaginé que por ahí por el invierno del año siguiente tendría alguna luz y que, mientras tanto, la costra en mi cuero cabelludo seguiría creciendo a todo dar. Y por lo tanto, que la Salud pública no funciona. E incluso llegué a pensar que, derrotado y arrepentido, debería tocar las puertas de la medicina privada.
“Entre dos semanas y tres años”, dijo el doctor.
Me miró tranquilamente. Y agregó, con calma y sonrisa de cocodrilo:
“Paciente viene de paciencia, ¿sabía”?
La atención a los pacientes en el Hospital del Salvador se acaba oficialmente y por horario, a las cuatro y media la tarde. Yo, sin embargo, alrededor de las seis me desocupé del doctor que había continuado escribiendo hasta el final, mientras todos desaparecían. Salí, no había nadie y empecé a cruzar los espacios desamparados, solitarios y fríos, cubiertos del aire ausente que llena los hospitales del mundo después del horario de visitas. Pensé, mientras me devolvía por el pasillo interminable, que cómo me gustaría quedar en manos de aquella funcionaria que me recordó al crack argentino y que no sólo maneja el tráfico de las sillas de ruedas sino que, como tantas otras, domina el tejido secreto del hospital. La luz que entraba por una gran ventana de cristales trizados comenzaba a desfallecer contra los muros gruesos y pintados a la cal que quedaron para siempre de color indefinido, pero triste. En los hospitales la luz natural del día muere más rápidamente y el ocaso contiene algo penoso que las mañanas disfrazan con frescor y aire más limpio. Los atardeceres añejan las temperaturas interiores y deben aumentar los virus escondidos en las salas comunes. Los cielos de las piezas llenas de enfermos silenciosos son muy lejanos, tan inexistentes como el diálogo entre los pacientes. Son recintos del color del infierno, aunque nunca lo hayamos visto todavía.
LOS SANTOS DESPIERTAN TEMPRANO
Yo tuve suerte. Lo que me ocurrió no es habitual, confieso.
Cuando me inscribí finalmente como candidato seleccionado al quirófano, supe que cambiaba de categoría. En la Salud pública la persona que se va a operar tiene prioridad absoluta. Es uno de los ganadores del sistema. Fui afortunado porque a los pocos días me llamaron por teléfono para preguntarme si estaría dispuesto a operarme…. ¡el lunes próximo! Parecía broma pero respondí que sí de inmediato. Nunca entendí tanto apuro, o quizás estaba moribundo y no lo sabía. Incluso, la funcionaria que se comunicó telefónicamente me ordenó que llegara a las siete de la mañana de aquel lunes, pues me faltaba un examen de sangre. Y me dio, no sé por qué, su número de teléfono.
Ella se llama Blanca.
Llegué a la hora señalada y aproveché de entrar a la antigua capilla, siempre tan sobrecogedora y más aún de madrugada. Un indispensable alto en el camino. Los santos ya están despiertos de madrugada, todo iba a salir bien. Cuando entré apuradísimo al examen de sangre faltante, la fila de espera de más de sesenta personas llegaba hasta el frío patio central. Y atendía una sola funcionaria. Yo ahí no tenía tiempo de conversar con nadie sino acelerar nomás porque el doctor anónimo ya estaba con el bisturí listo en el Pabellón. Entonces llamé a Blanca. Por eso ella, que sabe cómo son las cosas, me había dado el número de su celular. Blanca con mi teléfono habló con la funcionaria a cargo y que, lacónica pero eficiente, dijo:
“Usted es el siguiente. Pase”
.
¿Cien personas alegando por saltarme la fila? No alcancé ni a sentir vergüenza y ya me estaban pinchando.
“Váyase corriendo”.
Fue lo único que escuché antes de correr por el mismo pasillo interminable, siguiendo la línea roja. Apenas llegamos a Cirugía, en la puerta de entrada un camillero sin siquiera preguntarme el nombre me llevó a una piececita y me ordenó:
“Desnúdese”.
Vestido solamente con una túnica que más bien parecía una camisa de fuerza (y la situación era de locos) me llevaron a la carrera, acostado cabeza arriba, mirando a la rápida cómo pasaban cielos blancos y tubos fluorescentes mortecinos, entrando y saliendo de antiguos ascensores gigantescos, chocando la camilla con mamparas de fierro mal blanqueado. Supuse que el camillero también estaba loco o, por lo menos, era solidario. De repente escuché una voz:
“El siguiente, a esta camilla”.
Y no alcancé a más porque un foco gigante me encegueció. Un asistente me amarró las manos a la camilla (total, yo estaba loco), tomó una rasuradora y de improviso y sin razón recordé al “maestro peluca” del inicio de mi Servicio Militar Obligatorio. No alcancé a decir ni a preguntar nada más hasta que escuché la voz del doctor sin nombre:
“Hola, veo que demoró poco ah?… y eso que yo le había dicho entre dos meses y dos años. Tuvo suerte”.
La verdad es que nunca voy a entender por qué tuve tanta suerte.
“Esto le va a doler”.
Fue lo único que agregó y no alcancé a gritar pero tenía razón: sentí un grandísimo dolor.
Después fue todo igual que en las películas de hospitales en la televisión. Sólo monosílabos extraños mientras me escarbaban el seso con palas, chuzos, arados y un serrucho manual, según los ruidos que entraban por mi oreja, ubicada justo al lado de lo “retroauricular” de mi cuerpo anestesiado a medias. Debo haber dormido algo porque el tiempo pasó muy rápido cuando me dejaron reposando.
Y supongo que sigo sano. Mi cáncer ya es lo de menos y siempre hay un después. De las señoras tejedoras no tengo ni siquiera una bufandita. Un tejido cualquiera. Unos calcetines de lana, un cariño al paciente porque así se mejora uno. Volveré. Seré nuevamente el siguiente. Aprendí que hay que insistir en el tejido laborioso de la salud pública cuando se trata de tejer cicatrices a la medida.

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