Un interesante aporte de Armin Quilaqueo, profesor y abogado

Mientras seguimos derrochando tinta buscando explicar el resultado del plebiscito de salida, los acontecimientos se suceden con bastante rapidez. Como era de esperar, la opción rechazo no contemplaba un derrotero preciso más allá de las buenas ‘intenciones’ de las dirigencias partidistas y los compromisos que algunos sectores políticos se apresuraron a recordar el día siguiente.

El problema de la opción que prevaleció, ‘rechazar para reformar’, no estriba precisamente en que se haga con más o menos ‘amor’, sino de una cuestión bastante más frívola y humana; las concesiones que están dispuestos a otorgarse los diversos sectores en disputa, evitando el menor perjuicio posible y hasta redituar ciertos beneficios en el nuevo orden constitucional que, al final de cuentas, de eso se trata todo.

Como es evidente, ante la pérdida de control de un proceso ‘desbocado’, la clase política vuelve a tomar el control y se prepara para negociar las condiciones de un nuevo proceso constitucional. El rayado de cancha es fundamental, ya que los límites impuestos en el proceso anterior al parecer no fueron suficientes para impedir ese atrevimiento de querer cambiar los ejes del poder que, de uno u otro modo, amenazaba el statu quo.

En este nuevo contexto, la correlación de fuerzas cambió y los sectores que se han resistido históricamente a los cambios están en una posición inmejorable para imponer sus condiciones. Un ejecutivo debilitado, con el peso de administrar un gobierno de cuatro años no tiene margen de maniobra, mientras que en el poder legislativo las fuerzas políticas que pudieran estar por hacer cambios algo más significativos constituyen una minoría por lo que sin duda habrá ‘freno de mano’.

En ese futuro incierto, me atrevo a presagiar que un nuevo órgano constituyente tendrá por lo menos tres características esenciales. En primer lugar, el número de convencionales disminuirá de manera importante mientras que la representación partidista será mayoritaria y, en consecuencia, la presencia de los independientes se reducirá a su mínima expresión. En segundo lugar, se aumentarán significativamente las restricciones en materias sobre las cuales no será posible hacer cambios o innovaciones, a diferencia de las cuatro restricciones del proceso anterior – el carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas y los tratados internacionales- cuestión que la clase política ha valorado como un ‘error’ y que, por supuesto, ahora no estarán dispuestos a pasar por alto.

En ese mismo orden de cosas y, en tercer lugar, la presencia y representación de los pueblos indígenas no volverá a tener el mismo número de escaños reservados. La evaluación de la participación indígena en la Convención Constitucional es negativa, por decir lo menos; algunos culpan a los derechos colectivos consagrados en la propuesta como el principal factor de rechazo y buscarán aminorar sus efectos en este nuevo proceso. Para lo anterior, cuentan con suficientes evidencias y una opinión pública mucho menos proclive a las demandas indígenas y, en ese contexto, nadie se negará a poner límite a sus aspiraciones.

Así las cosas y considerando este segundo tiempo, creo que los diversos sectores, especialmente aquellos que vieron en la propuesta constitucional un avance en la consagración de sus derechos, están obligados a repensar la forma como se enfrentará el nuevo escenario. Quizás deban partir haciéndose cargo de los errores cometidos y rediseñar sus estrategias, siempre con generosidad y con una mirada menos cortoplacista, más de largo plazo, quizás hasta pragmática, sobre los derechos e instituciones que generen las condiciones para los cambios que, a esta altura, parecen inevitables.