Por Armin Quilaqueo, profesor y abogado

Desde el punto de vista etimológico, ‘participare’ significa “tener parte” o “tomar parte”, lo que implica relacionarse con otros en una acción colectiva; es un acto libre y voluntario mediante el cual se concurre a un esfuerzo compartido, de ahí que se conjugue mejor desde un ‘nosotros’ que de un ‘yo’ individual.

Entendida así la participación, dicha contribución a un proyecto común supone concurrir a la toma de decisiones colectivas, compartir sus costos y riesgos, pero también sus beneficios o dividendos. En esa línea, también se ha sostenido que la participación constituye un elemento configurador, en un sentido estructural y axiológico, de la vida democrática en cualquier sociedad, de ahí su relevancia y necesidad de promover su ejercicio por parte de los Estados en el concierto internacional.

Es tal la relevancia de la participación que ha sido elevada a la condición de derecho fundamental, reconocida en diversos instrumentos internacionales sobre derechos humanos; en el art. 21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el art. 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como en el art. 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y el art. 7.1 del Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes de la OIT, entre otros, constituyéndose así en un verdadero estándar de derechos humanos.

A nivel interno, la participación ciudadana ha tenido un avance lento y trabajoso no exento de dificultades, basta recordar que el sufragio universal solo se alcanzó bien adentrado el siglo XX con la inclusión de sectores históricamente marginados, como las mujeres y el campesinado, ampliando significativamente con ello el padrón electoral. Sin embargo, la participación incidente o lo que se considera en la literatura como “participación activa” siguió siendo cuestión de unos pocos, mientras que para la gran mayoría las cosas no cambiaron mucho y el sufragio se consagró como la única expresión de la participación en los asuntos públicos, por lo que el derecho y responsabilidad que conlleva ‘tomar parte’ de las decisiones colectivas y trascendentales para la comunidad política, en los hechos, no existió.

Esta participación, más bien simbólica, se consagró jurídica e institucionalmente por lo que, a mi juicio, hay una cultura cívica muy arraigada que ha sobrevalorado la ‘representación’ de la voluntad colectiva- ya sea por miedo, desidia o mito- y que no cabe duda es una respuesta a cierta convicción, la incapacidad natural de la ciudadanía para tomar decisiones y, por lo tanto, son aquellos que ‘saben’ los llamados a decidir los asuntos de interés público. Como consecuencia de lo anterior, en el actual texto constitucional sólo el art. 1 inciso 4º se refiere expresamente al derecho de participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional, un precepto constitucional que no tiene un desarrollo cabal en el Capítulo III De los Derechos y Deberes Constitucionales (art. 19) como se esperaría, sólo haciendo un ejercicio interpretativo es posible otorgarle un contenido parcial, como por ejemplo; el derecho a voto (art. 13), la igualdad ante la ley (art.19 Nº2), la libertad de opinión (art. 19 Nº12) y la libertad de reunión (art. 19 Nº13), el derecho de petición (art. 19 Nº14), el derecho de asociación (art. 19 Nº15) y el acceso a cargos públicos (art. 19 Nº17).

No será hasta el año 2011, a través de la Ley Nº 20.500 sobre asociaciones y participación en la gestión pública, cuando se regula la participación ciudadana. Su promulgación, un 4 de febrero del 2011, pasó sin pena ni gloria, no tuvo ninguna relevancia política a pesar de la supuesta importancia en el discurso público. La implementación, como marco normativo interno dista mucho de la intención que motivó su creación siendo insuficiente para garantizar y promover la participación ciudadana, en muchos casos se ha convertido en una mera formalidad que traiciona las expectativas de las organizaciones civiles haciendo de la toma de decisiones colectivas un acto irrelevante, porque no son vinculantes.

La participación ciudadana activa es consustancial y un requisito esencial de la democracia y teniendo presente que la actividad política no es privativa de las estructuras partidistas, sino más bien, una dimensión esencial de la ciudadanía lo que nos obliga a redefinir la participación y valorarla, en primer lugar, como un derecho fundamental de todo ciudadano; en segundo lugar, como una acción colectiva tendiente a concurrir efectivamente a la toma de decisiones; y, en tercer lugar, constituye un medio de control democrático que da cuenta de la vitalidad y sanidad de una democracia. Superar la visión reduccionista que asimila la participación al sufragio y, por otro lado, ampliar su horizonte a sus más diversas manifestaciones es un desafío urgente y necesario para contribuir a legitimar las políticas públicas y las decisiones de los órganos del Estado.

Ahora bien, a las puertas de un nuevo proceso constituyente y donde la consigna del rechazo fue la participación de todos y todas, sería impresentable que dicho proceso carezca de mecanismos de participación ciudadana, sin perjuicio de que la actual Constitución no los garantiza, o bien se intente cooptar el proceso desde las estructuras partidarias, en ambos casos se habrá confirmado que la participación ciudadana es una quimera y el proceso estará condenado al fracaso por su origen espurio.